jueves, 8 de septiembre de 2011

Sequía



Cuando aquella noche ella le dijo que se iba, lo único que atinó a decir fue: ¿querés un café antes de irte?, ella lo miró extrañada, suspiró y agachó la cabeza, agarró sus cosas y cruzó la puerta sin levantar los ojos del piso.

Aquellas palabras le habían perforado el alma, pero él estaba dispuesto a no demostrarlo. Tal vez por eso, todas las lágrimas que se había tragado buscaron una vía de escape, si no era por sus ojos encontrarían otro lugar por donde salir.

Tal vez no quiso darse cuenta, pero las señales no tardaron en llegar.

La primera apareció exactamente a la mañana siguiente, se cepillaba los dientes con los ojos perdidos en el espejo, inmutable, como si el mundo no fuera capaz de penetrar las sólidas paredes de su casa, como si él no fuera capaz de penetrar en el mundo y vivir en esa dependencia mutua que el común de la gente tiene. Hizo un buche de agua, la sal se depositó en su boca, recorrió cada rincón, remojando todas las palabras que todavía estaban escondidas entre mus muelas. Hizo un esfuerzo terrible para no escupir ni el líquido que inundaba su boca ni las palabras que navegaban en un mar en miniatura. Apretó los ojos y tragó.

Era un hombre práctico, así que encontró la solución prácticamente de inmediato, dejó de cepillarse los dientes, después de todo era sólo una convención social que lo único que hacía era hacerlo perder el tiempo. Muchos sostienen que esto fue lo que causó que se les cayeran los dientes, yo, por mi parte, creo que caer y callar tienen una raíz en común.

Casi en el mismo momento dejó de tomar el agua que circulaba por las cañerías y optó por no bañarse y en caso de que fuera absolutamente necesario, pagaba un hotel donde podría hacerlo. No había sentido nada extraño en la ducha, pero, como además de práctico también era previsor, consideraba que no era necesario arriesgarse.

Poco tiempo después despertó con el costado izquierdo de la cama empapado. La escena se repitió durante toda una semana regularmente. Cada mañana al despertarse, el mismo costado totalmente mojado. Durante toda la semana, al levantarse, tenía que estrujar las sábanas, y ponerlas al sol para que evapore el líquido de la noche anterior, cuando se secaban, parecían almidonadas. Pero esto no iba a influir en su vida más de lo que ya lo había hecho, así que decidió dormir en el piso, secar sábanas no estaba planeado en su rutina. Obviamente esto le trajo sus consecuencias, a partir de aquella noche empezó a portar un dolor de espalda que lo obligaban a caminar encorvado, como mirando el piso, aunque yo tengo la teoría de que lo que lo agachaba era el peso de las palabras que todavía habitaban su boca y habían crecido y no sólo eso, se habían reproducido.

El tema de la comida fue el de más rápida solución, teniendo en cuenta que no sólo consideraba a la cocina como una actividad estrictamente femenina, también le resultaba una molestia, así que día a día una mujer le llevaba una bandeja con la comida preparada, nunca se supo si es que en realidad la comida le resultaba apetitosa, pero sabemos que para él, comer era una actividad necesaria que no tenía por qué implicar ningún placer.

Así lo pensaba él, también utilizaba la misma bandeja que después tiraría por no tener que lavar los platos, al fin de cuenta, pocas cosas son tan molestas como la vajilla sucia.

Un tiempo después ya no recordaba por qué había dejado de cepillarse los dientes ni por qué dormía en el piso, pero estaba seguro que algún motivo habrá tenido, así que no volvió a intentarlo nunca más, lo único que falta es que un hombre dude de sus propias decisiones, pensaba.

Una noche mientras comía sumergido en su silencio, una gota explotó justo sobre la milanesa que tenía enfrente. Pocos segundos después cayó otra y otra y otra más. Pensó en no darle importancia, de hecho no lo hizo. Levantó la bandeja y a partir de ese momento empezó a comer debajo de la mesa que le servía como un techo ante la lluvia que cada vez se hacía más constante.

Dos días después, el sonido de las gotas empezaban a molestarlo, agarró una maza y empezó a buscar la fuga en algún caño roto. Para su sorpresa no había ningún caño que recorra el techo de su casa, así que tuvo que aprender a convivir en medio de baldes y palanganas cuando las gotas no sólo caían desde el techo, sino también desde las paredes. También tuvo que cambiar los zapatos por botas de goma y hacer una especie de canal para desagotar la casa, sobre todo en el rincón que había elegido para dormir. En un principio pensó en utilizar el agua que recorría su casa como un sistema de riego, después recordó que nunca tuvo plantas y no iba a empezar a tenerlas ahora sólo porque su techo se haya empeñado en llover.

Muchos adjudican a este tiempo el hecho de que él haya contraído una tos contante, por mi parte, sostengo que los ruidos que emitía eran causados por una revuelta interna entre las palabras que, a esta altura, habían armado una colonia en su boca.

Transcurrido un año de aquella noche en que ella le anunció que se iba, él se había convertido en otra persona. Le quedaba poco pelo en la cabeza, una barba larga y descuidada, se notaba que había bajado mucho de peso, contrajo reuma, una bronquitis crónica y la piel le estaba recorrida por interminables surcos parecidos a los canales de desagüe que él había construido en su casa.

Muchos consideran que estos surcos fueron ocasionados por una larga exposición al agua y la sal, en cambio yo creo que esos surcos son el producto de una sequía que él mismo había provocado.

No sabemos cuánto tiempo vivió de ese modo, digo, en medio de palanganas, durmiendo en el pis y poco higiénico. Sabemos, eso sí que la mujer dejó de llevarle la comida, excusándose en que había que llegar nadando hasta su puerta. También sabemos que hubo un momento en que su sistema de canales ha quedado chico y él ya no tenía las fuerzas ni las ganas para mejorarlo.

Exactamente veintitrés meses con veintinueve días y veintitrés horas después de aquella noche, la marea de su casa empezó a subir. Ya no eran las gotas gordas y constantes que simulaban una lluvia tropical, las que caían por el techo y se deslizaban por las paredes, eran chorros dignos de cualquier fuente de aguas danzantes de cualquier rincón del mundo. Tiempo después supimos que su casa se había convertido en un manantial de lágrimas, aquellas no lloradas a tiempo.

Mientras dormía, esas lágrimas que inundaban la casa, lo abrazaron, lo levantaron como a un niño recién nacido, lo mecieron hasta que cayó el último sueño de su vida. No sabemos si fueron las lágrimas o la casa que decidieron depositarlo justo en la puerta por donde ella había salido. Lo encontré con una gota plateada en el borde del ojo. Lo abracé y no supe que más hacer sino llorar.

El mendigo