viernes, 25 de noviembre de 2011

Mujeres


Hay mujeres cuya belleza se nos tatúa en la pupila, mujeres cuya imagen no se nos borra nunca. Ella era una de esas mujeres, una de esas a las que se nos está prohibido olvidar.

La conocí cuando dejaba de tener esos rasgos de niña y pasaba a convertirse definitivamente en una mujer, los muslos fuertes sobre una piernas largas y torneadas, los pechos como duraznos deseosos de regalar su miel, cada centímetro de su cuerpo iba acompañando del vaivén de su caminar, cada mechón de pelo iba atrapando las miradas y escondiéndolas para siempre en el desorden de los bucles que desafiaban hasta al viento para jugar con él, con todo lo que se cruce en su camino.

Aquel día, cuando la vi por primera vez, tenía todo el futuro y el sexo por delante, aunque este último mucho más cerca. Por cada paso que avanzaba hacia su madurez, recibía miles de piropos, insinuaciones y propuestas de las más variadas, desde amor eterno hasta una noche llena de pasión y lujuria, y es que su andar, su simple presencia, era capaz de despertar cualquier sueño, cualquier esperanza.

Poco a poco su fama fue atravesando las calles del barrio y ya no éramos los únicos que salíamos a la calle para ver si la suerte nos acompañaba, aunque más no sea para verla pasar por la vereda de enfrente, también se acercaron los muchachos mas galanes de los barrios vecinos y de otros más alejados, también cuentan, yo no los he visto, que llegaron de otros pueblos con la esperanza de llevarla. Pero ella sólo miraba y sonreía, y a decir verdad para algunos de nosotros eso ya era demasiado.

Pasaron los años y ella seguía acumulando los deseos de los hombres, maduros y jóvenes y también, ¿por qué no decirlo? De algunas mujeres, pero ella solo nos sonreía. Por cada mirada, verso, piropo o propuesta, decente o indecente, ella iba aumentando en belleza. Sus ojos cada vez más azules, sus labios se cubrían con un brillo inexplicable y su andar…que decir de su andar, capaz de provocar un orgasmo a la distancia, de esos que hacen temblar la tierra.

Tal vez fue la desilusión de esperar algo que nunca tendremos, les aseguro que no hay nada más frustrante, o que cada vez se sumaban más pretendientes y en consecuencia uno sentía que tenía más contrincantes, incluso uno miraba con recelo a sus propios amigos o tal vez fue que nos acostumbramos a su belleza, a su andar. No lo sé, pero de pronto uno a uno dejamos de pensar en ella. Poco a poco, las calles del barrio dejaron de tener el paisaje lleno de turistas bien vestidos a la espera de que ella salga y quedamos los mismos idiotas de siempre e incluso algunos menos, porque muchos no soportaron saber que ella estaba por esas calles y que ellos no estaban ni en su futuro ni en su sexo. La melodía de las calles también cambió, ya no se oía esa sinfonía de silbidos, bocinazos ni gritos clamando por su amor, su cama o, aunque más no sea, su sonrisa.

Yo también me fui, me case y tuve hijos, no había vuelto a pisar el barrio, temeroso por su recuerdo o su imagen. Tenía miedo de aparecer por esas calles y que otra vez, como en aquellos tiempos, mi mirada se enrede en una mata de pelos negros y no poder liberar mis ojos y mis pensamiento del movimiento pendular de sus pasos o lo que es peor aún, de además de quedarme hipnotizado ante su belleza verla pasar de la mano de algún otro salame que seguramente no se merecía semejante belleza. Pero el destino es traicionero y otra vez me llevó por las calles donde todavía está flotando su perfume. Café de por medio, tímidamente, casi con temor de escuchar la respuesta, pregunté por ella.

Mi interlocutor me clavó una mirada fulminante, encendió un cigarrillo y, mientras jugaba con el humo en su boca, me dijo que no la había vuelto a ver desde hace años. Me contó que todo empezó cuando muchos de nosotros habíamos abandonado el barrio, nosotros, los de los barrios vecinos, los extranjeros, cuando los pocos que se quedaron empezaron a bajar la mirada al cruzarla por la calle, poco a poco los silbidos y los suspiros fueron apagándose hasta que todo a su paso se inundaba de un silencio sólo comparable con la tristeza, con la nostalgia del tesoro perdido.

Al poco tiempo su sonrisa se fue borrando de su cara angelical, su pelo ya no tenía ni fuerzas ni ganas de jugar con el viento y sus pasos…sus pasos ya no dejaban esa huella indeleble que había marcado en las veredas y en las pupilas de cada ser vivo que se cruzaba en su camino. Bajó de peso en muy pocos días, e incluso se la empezó a ver más baja, algunas arrugas aparecieron en su cara, era definitivamente otra mujer.

Paradójicamente empezó a recorrer más seguido las calles del barrio, e incluso los bares y boliches cercanos, cuentan que era común verla en algún rincón buscando con una sonrisa alguna mirada, una palabra, un suspiro… lo que sea. Nada.

Se había vuelto totalmente accesible. Pero ella ya no era ella, ni siquiera una sombra de la mujer que todos deseaban, deseábamos.

La indiferencia fue desgastándola, literalmente, su cuerpo fue desapareciendo hasta que un día ya no estaba.

Cuando ella desapareció, me dijo, volvimos a respirar tranquilos. En ese momento levanté la vista y una rubia se me tatuó en la pupila.

El mendigo

lunes, 21 de noviembre de 2011

Magdalena


Hacía falta una sentencia ejemplificadora y así se hizo…

Esa niña fue lapidada a monosílabos

El mendigo

viernes, 11 de noviembre de 2011

Peces


¿Será posible que los peces naufraguen?

El mendigo